Esta película, lectores amigos, es una deliciosa metáfora de lo que en muchos casos es el arte. En efecto, me toca recomendarles, en esta oportunidad, una muy original tragicomedia en la que una mujer, que ahoga sus frustraciones viendo cine, ve cómo un personaje de ficción se enamora de ella y salta de la pantalla al mundo real.
Allen, a partir de este recurso genial, juega con nuestras fantasías infantiles: ¿quién no ha imaginado alguna vez con deleite que alguna de las estrellas del celuloide de repente se salga de su papel y con un guiño pícaro nos incluya para siempre en su fantástico mundo, rescatándonos, según las épocas, de la escuela, del trabajo, de la esposa quejosa o del esposo indiferente?
Woody Allen que cede aquí todo el protagonismo a unos personajes que nada tienen que ver con las historias que giran en torno a los avatares de un neurótico o de un hipocondríaco - escribe un inteligentísimo guión, dramático y cómico a la vez, con ingeniosas situaciones y mordaces diálogos, contextualizado en un ambiente de pobreza existente en la norteamérica de la depresión, momentos en los que cualquiera se agarraría a cualquier ilusión para sobrevivir. Mia Farrow y Jeff Daniels son los magníficos protagonistas: ella, una mujer que ha perdido la ilusión por vivir, mientras que él realiza un doble papel: por un lado el héroe de la gran pantalla a lo Errol Flynn y por otro, la estrella de Hollywood que se ve amenazada por su propia creación.
Este film pinta como ninguno las esperanzas de la gente común en tiempos de crisis, donde tras haber aguzado los sentidos en busca de evasión y consuelo, pueden ocurrir cosas extraordinarias como, por ejemplo, que Marilin Monroe nos tienda los brazos para hundirnos en su boca de fresa.
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